martes, 20 de noviembre de 2007

“El padrino”: simpatía por el mal


Por Arístides O´farrill


“.... Y no estés triste. Antes que nada esto no es tan horrible. En Italia, en 30 años bajo los Borgia, tuvieron guerra, terror, asesinatos, mucha sangre derramada, pero produjeron a Leonardo Da Vinci, Michelangelo y el Renacimiento. En Suiza tienen hermandad y 500 años de democracia y paz, ¿pero que han producido? El reloj despertador”.

[Diálogo de Harry Lime (Orson Welles). En: "El tercer hombre" de Carol Reed]

Desde sus inicios, el cine ha sentido simpatía por el mal, por lo torcido. Esto se ha hecho evidente sobre todo en el género policial, en su vertiente de cine negro. Se ha expresado, además, en otros géneros atractivos como la aventura o el oeste, en los que se magnifican, de manera más o menos solapada, a forajidos, pistoleros, gángsteres o fuera de la ley.

Ya en el temprano 1930, Howard Hawks dirigió la biografía solapada de Al Capone, Caracortada (Scarface); transformó al notorio gángster en un freudiano Tony Montana,
Interpretado por Paul Muni. Fue tal la ambigüedad moral dada por Hawks al personaje que la censura optó por sugerir cortes y ponerle por subtítulo al filme: “La vergüenza de una nación”. Lo mismo ocurrió con el famoso forajido del oeste Jesse James, glamourizado por Nunnally Jonson (1936) en un filme homónimo. Sin embargo, pronto el Código Hays, ya activo en esa época, apretó las tuercas: la representación del mal en el cine se vio profundamente disminuida. Una de las cláusulas del citado código, era que el mal fuera presentado como algo pernicioso, y al final, recibiera su escarmiento. Pero nunca la censura ha sido un buen remedio, este código cayó en excesos y desmesuras; en su afán de limpiar la pantalla de toda aspereza, muchas veces propició un cine edulcorado, alejado de la realidad.

Igualmente este infausto código contribuyó, sin proponérselo, a que en los cambiantes 60 el cine norteamericano fuera a los extremos. Comenzaría así una progresiva identificación con el mal. Esa década, con toda la ola de cambios socio-políticos culturales, afectó considerablemente al cine, no sólo el norteamericano. En los años 70 tal corriente se acentuó. Cuando escribo estas líneas acabo de ver en el programa televisivo Sala Siglo XX un clásico de aquella época, “El golpe” (The Sting, 1973, George Roy Hill); un caper movie donde dos estafadores son presentados con los viriles y atractivos rostros de Paul Newman y Robert Redford; sus acciones de desfalco son glorificadas de forma irresponsable aun cuando el gran golpe final se le da a un corrupto banquero.

Es, por igual, la época la cual dentro de la música popular norteamericana surgen canciones que ensalzan lo demoníaco (Hotel California, 1973) o la que sugiere el titulo a este trabajo: Symphaty for the Devil, (1977, Rolling Stones, disco “Love your live”). Con disímiles propósitos e intereses, varios de los mejores realizadores del momento, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola o Bob Rafelson hasta clásicos en activo como Don Siegel y Sam Peckinpach, se acercan, coquetean o son seducidos por el mal

El súmmun de esta corriente fue el filme “El padrino” (The Godfather, 1972), dirigido por quien, de este grupo, ha sentido más fascinación por el mal: Coppola. “El padrino”, a simple vista, parece una cinta destinada a criticar a un sistema que por sus excesos de liberalismo económico permite a delincuentes y asesinos integrarse sin mayor problema en las estructuras económicas y políticas de la nación.

Pero este Padrino, el archifamoso don Vito Corleone, interpretado por Marlon Brando, resulta demasiado ambiguo moralmente; es un hombre con un gran sentido de la amistad, el honor, la familia y ello, unido a una serie de parlamentos memorables que Coppola y Mario Puzo ponen en boca de Corleone, hacen que el público se identifique con el personaje. Se olvida que se trata de un asesino, un extorsionador, un hombre para quien el chantaje y el dinero logran corromper y cimentar un emporio urbano cual César moderno. La película expresa, pues, una intensa fascinación por el mal y por la ambigüedad moral. Tal fue la buena recepción del filme que en la saga, en 1974, Coppola aflojó la mano y puso al sucesor e hijo de Corleone, Michael (Al Pacino) como un asesino despiadado que queda solo al final, y con el imperio de su padre casi destruido.

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