martes, 6 de noviembre de 2007

Viridiana: crítica a la caridad cristiana


Por Guillermo Ravaschino

“Viridiana” es la mirada más feroz y genial que se haya permitido el cine sobre la institución de la beneficencia, y a esa condición está atada buena parte de los rasgos que la convierten en una obra maestra cabal. Pero esta película va más allá de la caridad cristiana. Otras instituciones, tanto o más hipócritas, comparten el privilegio, si se lo puede llamar así, de atraer la atención del hombre de Calanda. Rodada en España como respuesta a un tramposo convite de Francisco Franco (resignado a repatriar a Buñuel –que arrastraba 25 años de exilio en México– para beneficiarse con su fama), Viridiana fue cualquier cosa menos lo que esperaba el dictador. Al día siguiente de alzarse con la Palma de Oro en Cannes, fue prohibida en todos los cines de España. Tiempo después, en Milán, la obra de Buñuel provocó un escándalo similar al que treinta años antes había desatado “La edad de oro”, su segunda película, y el realizador fue amenazado con la cárcel si pisaba Italia.

El motor del film es la firme decisión de la novicia “Viridiana” (la mexicana Silvia Pinal) de cambiar las rutinas del convento por una práctica más activa de la virtud cristiana. Viridiana visita a la casa de su tío. Mañoso, amargo, temperamental, don Jaime es la mejor de las muchas versiones de viejo aristocrático que Fernando Rey compuso para Buñuel. La atracción que le despierta esta mujer envuelta en hábitos es un extraordinario desencadenante trágico. Don Jaime volverá a sentirse joven, impecable, arrasador, aunque se lo verá más solo y decrépito que nunca, como si el deseo le hubiera edificado un magnífico espejismo para su consumo personal.

Él, que caminó su larga vida bajo el signo de convenciones acartonadas, quebrará en una sola noche las reglas más elementales de cualquier moral. No revelaré detalles del escandaloso hecho. Pero la "violación", en un sentido amplio, es doble, y lo hiere más a él que a Viridiana. Las babas del tío, la insuperable ingenuidad de la sobrina, sus irresistibles pechos (y esas piernas que no puede ver el anciano pero sí el espectador) ponen a este tramo de la historia al servicio de una de las habilidades esenciales de Buñuel: la de combinar el patetismo con los trazos de comedia de tal modo que se potencien ambos.

Lo que más le duele a Viridiana son las culpas. No ve mancillado su cuerpo, sino su espíritu. El mal paso del anciano habrá de confirmar así, definitivamente, su decisión de ser para los otros. Viridiana, de aquí en más, procurará transformar al "escenario del crimen" en el ámbito de su realización. Convertirá a esa casa en un asilo que es en parte franciscano, ya que acoge a todos los mendigos, indigentes y locos de la comarca... y al mismo tiempo un lugar sórdido, cuya suerte está sellada por las demandas múltiples, fatalmente desbordantes, que supone semejante fauna humana para las buenas intenciones de la protagonista. Los harapientos constituyen un coro variopinto: los hay petisos, feos, sucios, desgarbados, malhablados, increíblemente incultos. Estos vagabundos no podrían ser más naturales. Buñuel era marxista (o casi) pero no idiota. Siempre supo que la defensa de los pobres puede pasar por cualquier lado menos por la compasión.

Los mendigos serán alternativamente víctimas y victimarios –jamás beneficiarios– de la disposición de Viridiana. El desencuentro alcanza singulares picos (como la famosa "última cena") en los que los intereses de los unos y los otros chocan, independientemente de las voluntades de las partes. Jorge, el primo apuesto, frío, inteligente, que se burla de la ridícula empresa de Viridiana. Pero este personaje representa más de lo que es. Porta el cinismo de los nuevos tiempos, el glamour hollywoodense (llamado a deslumbrar a la muchacha, provinciana al fin) y la lógica cruda, pero contante y sonante, de las transacciones comerciales. Su sola presencia magnificará la estrepitosa frustración de Viridiana y la hará trastabillar, asomándola a las fauces de un destino aun más trágico e irreversible.

Párrafo aparte merece Silvia Pinal. Si bien se mira, se la verá asombrosamente parecida a otra platinada histórica: la que compuso Kim Novak en “Vértigo”. En apariencia muy diversos, los papeles son idénticos en determinado punto. Una trampa armada y desarmada por los hombres, ajena a su naturaleza, las convierte en marionetas a ambas por un largo rato. El antológico final de Viridiana vuelve a dar cuenta del arte sublime del aragonés: para burlar a los censores españoles cambió cierta escena de sexo que tenía prevista por una partida de tute que vale por un trío sexual.

[http://www.cineismo.com/criticas/viridiana.htm]

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