miércoles, 21 de noviembre de 2007

Toro salvaje: poética de la autodestrucción


Scorsese acoge el proyecto de “Toro salvaje” con inaudito fervor; se aferra a él como si se tratara de una tabla de salvación, con una actitud parangonable a la de algunos de sus héroes en pos de la redención: “puse en este film todo lo que sabía, todo lo que sentía y pensé que sería el film de mi carrera. Es eso que yo llamo hacer un film de kamikaze: se mete todo dentro, se olvida todo y, a continuación, se intenta encontrar una manera de vivir”.

Como es bien sabido, también Robert De Niro daría una palpable muestra de su entrega y de su generosidad para con el film al someterse a su célebre proceso de engorde acelerado (de 65 a 91 kilos de peso), a fin de poder encarnar él mismo a una Jake La Motta decadente y obeso sin necesidad de recurrir a ninguna clase de truco. Tras finalizar el rodaje de casi toda la película, la filmación se paralizó durante unos cuatro meses, mientras De Niro viajaba a Francia y a Italia predispuesto a comer a diestro y siniestro. El resultado de esta estrategia, por llamarla de algún modo, sería un engorde de treinta kilos y un creciente malestar físico que el actor sobrellevaría con tanta profesionalidad como estoicismo y del que le costaría un cierto tiempo recuperarse. Hacia la Navidad de 1979, tenía lugar el rodaje de las escenas en las que De Niro aparece obeso. Entretanto, el montaje de la película se encontraba en una etapa bastante avanzada.

“Toro salvaje” es, por mucho motivos, un film clave dentro de la filmografía scorsesiana, y ello tanto desde el punto de vista temático como desde el formal, si es que ambos aspectos pueden, de alguna manera, desvincularse con tajante claridad. Desde el punto de vista temático, el film es una especie de summa de todo aquello que de más personal puede rastrearse en sus más significativos films anteriores: en él se agrupan, como partes de un todo finalmente indisoluble, el retrato de gangsterismo, la soledad interior, la rivalidad masculina, la violencia como única salida y como modo de vida, el machismo y, por supuesto, el sentimiento de culpa tendente tanto a la autodestrucción como a la generación de un impulso expiatorio. En lo formal, la película trabaja también sobre la base de los más personales films precedentes, compaginando de modo admirable realismo y estilización, pero apuntando ya a una serie de soluciones radicales que encontrarán su prolongación en el futuro.

El plano fijo de Jake en su camerino, en 1964, plano que será a la vez, con una ligera variante, el inicio y el final del film, es una imagen que muestra al protagonista tal cual es, aislado, convertido en la consecuencia de su pasado: un sujeto acabado, una sombra de lo que fue, que se aferra a los rescoldos de su popularidad recitando textos clásicos o imitando a Marlon Brando. La hondura de este plano queda todavía más reforzada por la presencia del espejo ante el que Jake declama. Durante todo el film, los espejos han sido un elemento predominante. Jake se mira constantemente en ellos, busca su propia imagen reflejada. La presencia del espejo es recurrente en todos los momentos de vacilación —véase el beso duplicado por el efecto de un espejo que tiene lugar entre él y Vickie en la larga escena en la que esta le tienta, pese a los ruegos de él en sentido opuesto, esforzándose por mantener la espartana disciplina del deportista aplicado—. En “Toro salvaje”, los espejos funcionan como emblema de la lucha que Jake mantiene contra sí mismo. Ahora, en esta escena final, Jake por fin puede mirarse sin crispación, sin miedo, al amparo de una cierta paz.

La primera secuencia de combate que se registra en el film, aquella que testimonia la pelea entre La Motta y Johnny Reeves plantea la cuestión de la situación y del tipo de implicación del protagonista en el universo pugilístico. El furor del combate es restituido a base de continuos movimientos de la cámara, acudiendo a un elaborado y ultraveloz montaje, trabajando la idea fundamental de dar a ver todo lo que el mundo del boxeo conlleva: la violencia marcada en los cuerpos, la sangre derramándose, el griterío del respetable, el ambiente cargado, la trampa de la mafia imponiéndose a la honestidad deportiva y provocando la indignación y las disputas entre el público —soberbio plano, dilatado en el tiempo, de la silla volando por los aires, por no hablar del violento plano de la mujer pisoteada por parte del público—. Jake se presenta ante nuestros ojos como un sujeto que defiende su honor deportivo dentro de lo que cabe pero que, a fin de cuentas, acepta las reglas de juego de ese universo corrupto que se le impone y que contribuye a su malestar interno a cambio de un presunto bienestar externo.

La ilustración de esta primera derrota de Jake tiene, así, una función contextualizadota. Nos ha brindado la posibilidad de advertir no solamente la violencia del boxeo en sí, del mero contacto físico, sino también la circundante, no menos agresiva. Para la visualización de los posteriores combates, sin embargo, Scorsese adoptará una actitud muy parecida a la que asumió a la hora de filmar a los músicos actuando en “The Last Waltz”: el cineasta se centra en los boxeadores y en su trabajo, obvia al público —reducido casi a un efecto sonoro, a un contracampo que sabemos existente, pero que ya ha dejado de ser significante—, se acompasa a los movimientos de La Motta, sigue de cerca sus evoluciones sobre el ring. La idea de rodar de esta manera las escenas de combate le sobrevino al cineasta durante la preparación del rodaje, al filmar algunas pruebas de De Niro ejercitándose, aprendiendo los ademanes y algunos secretos de los boxeadores profesionales. Scorsese pudo comprobar, entonces, que él, en tanto que cineasta, no podía permanecer pasivo y ajeno a la acción, no podía reproducir el boxeo de idéntico modo a como lo habían hecho muchas películas clásicas, con su constante recurso a la combinación de los planos generales con insertos más o menos mecánicos o previsibles, y ello por no hablar de las retransmisiones televisivas, reducidas siempre a unos pocos ángulos externos al combate.

Scorsese, fiel a su idiosincrasia, sentía la necesidad de introducirse ahí, de dar cuenta de la violencia que se desata en el contacto entre los dos púgiles, que se dibuja golpe a golpe en sus rostros. De este modo, consigue que se vea a un La Motta enfebrecido, obcecado en su tarea durante la lucha, sin apenas tregua para ningún tipo de reflexión. Ciertamente, nada hay más primario que dos tipos pegándose, y el cineasta logra transmitir esa sensación de brutalidad pura y dura, sin paliativos. Para un director que, como Scorsese, siempre ha trabajado la representación del cuerpo como síntoma externo de una problemática interior, esta oportunidad suponía un incomparable regalo. Esas heridas abiertas a costa de puñetazos serán, también, la paráfrasis visual de la enorme cicatriz interior que alberga Jake. En su persistente acercamiento a las entrañas de los combates, el film consigue ir más allá de la simple muestra del esfuerzo físico, evidenciando algo más interno y, sin duda, mucho más interesante.

Al parecer, más que un estilista, el verdadero Jake La Motta era, en términos deportivos, lo que se conoce como un auténtico fajador, un resistente encajador de golpes. Esta tenacidad y esta capacidad de aguante resultan perfectamente coherentes con la descripción del personaje tal y como aparece en la película. El ring sería, entonces, un escenario en el que podría poner a prueba su capacidad de encaje, de entrega, de sacrificio, de superación de las dificultades. Desde esta perspectiva, su último combate contra Sugar Ray Robinson supone la culminación de la noción de boxeo como autoinmolación, como sacrificio asumido. La Motta soporta la paliza hasta el límite de lo humano. Su terquedad en mantenerse en pie a pesar de lo patente de la derrota tiene algo no ya de masoquismo, sino de profundo reto ante sí mismo, de ofrenda sacrificial. Cuando La Motta se encuentra ya al borde del K.O., literalmente contra las cuerdas, el director inserta un plano ralentizado de Ray Sugar enarbolando su puño derecho, disponiéndose a asestar el golpe definitivo. Es un plano extraño, atrevido, insólito, que desafía al realismo. La actitud de Ray Sugar, la suspensión del tiempo que ejerce el ralentí y, sobre todo, la iluminación espectral del plano, le confieren a este un inequívoco aire abstracto: La Motta se dispone a recibir el impacto, lo acepta como castigo, como parte de un rito. Cuando el combate concluya, La Motta acudirá enseguida al rincón de su verdugo pugilístico para recordarle que, pese a todo, él no ha caído, no ha ido por los suelos. El gesto alcanza, más allá de un hipotético orgullo deportivo, adquiere, principalmente, el rango de superación de una prueba moral. Jake acepta el castigo, lo aguanta estoicamente, no toma el atajo de la facilidad de la rendición.

Quizá el propio Jake La Motta no lo sepa conscientemente, pero cada combate lo asume como una forma de expiación, como una ofrenda de un yo destinado a superar el sufrimiento para merecer seguir viviendo; La Motta posee un profundo sentimiento de culpa. En este sentimiento de culpa que anida en Jake La Motta, hay algo metafísico, en el sentido de que no se trata únicamente de una culpa vinculada a alguna acción u omisión, a algún delito o a alguna falta ética concreta y decisiva, sino de algo que excede a lo coyuntural y que está inscrito en el propio personaje, que le es consustancial por el solo hecho de existir. Cuando esto es así, se vuelve una tarea ardua el abandono del círculo obsesivo: “Si en lo más profundo de ti mismo estás convencido de tu indignidad —como yo lo he estado y seguramente lo sigo estando—, ¿qué hacer?, ¿estás condenado, no?”, explicaba Scorsese en una entrevista.

En el bellísimo plano inicial, sobre el fondo musical del “Intermezzo” de “Cavalleria rusticana”, vemos a Jake La Motta a solas a un lado del ring, realizando ejercicios de calentamiento, saltando y golpeando al aire en una imagen ralentizada. Es, casi, como un plano extraído de un ballet, dotado de un importante grado de abstracción favorecido por la soledad del protagonista y por la extraña nebulosa que invade el plano, una cortina de humo que le otorga un aire levemente fantasmal. La soledad del héroe, e incluso su grandeza, están ahí, compendiadas en esta serena imagen inaugural. Si el espectador permanece atento, observará que su indumentaria es la misma que lucirá el día que conseguirá el cetro de campeón y que, además, el protagonista se sitúa en aquella parte del encuadre en uno de los momentos finales del plano secuencia que testimonia su subida al ring en ese instante cumbre de su carrera profesional. Así, este plano inicial se yergue como una suerte de evocación por anticipado —valga la paradoja— de su momento de máxima gloria; es el ícono de su obsesión transfigurada en recuerdo imborrable, en imagen para la eternidad. Por lo demás, a todo ello cabe añadir la referencia musical a Mascagni, repetida en ambos pasajes —aunque con temas distintos— y que se convierte en el leit motiv melódico del lado mítico de la película. Por todos estos elementos, los títulos de crédito iniciales revelan que han sido concebidos como una ceremonia que consagra la soledad del protagonista que, sobre todo, tendrá que luchar contra sí mismo.


[Alberich, Enric. “Martin Scorsese: vivir el cine”. Barcelona: Glénat, 1999, pp. 190-194]

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