lunes, 26 de noviembre de 2007

El viaje de Chihiro: anatomía de una obra perfecta


Por J.P. Bango

En El Viaje de Chihiro, Hayao Miyazaki se supera a sí mismo, quebrando las reglas de la previsibilidad, creando un supramundo deslumbrante poblado por espectros que arrastran sus penas en una casa de baños para dioses; por ríos que se transforman en dragones valerosos al rescate de las niñas perdidas; por adultos devorados por la gula y convertidos en cerdos como escarnio; por trenes poblados por fantasmas; un Mundo de Oz donde todo es posible menos el desprecio a la inteligencia del espectador.

Ahí va a parar Chihiro: a esa estancia feérica que otros ven como parque de atracciones abandonado, convirtiéndose en el centro de la rivalidad de dos viejas brujas, hermanas pero enemigas, dueñas de un inframundo fantasmagórico donde, sin embargo, todo funciona aleccionado por la cotidianidad. Chihiro vive los últimos estertores de su infancia antes de dar el paso definitivo al mundo huraño de los adultos. Ya no es Dorothy, arrastrada por el huracán hacia un averno de baldosas amarillas, añorante de su casa y su presente, sino Alicia en un mundo maravilloso, surrealista y fuera de lo ordinario donde nada parece suceder de forma accidental. Tampoco es casual su encuentro con Haku, ese chico con alma de dragón que debe hacer menos dañina esa transición vital hacia la adolescencia; crisis que a la buena de Chihiro la sorprende dormitando en un coche que preludia un cambio de residencia, un cambio que les parece del todo punto natural a sus adultos y felicísimos padres y que, sin embargo, lleva aparejado un cambio sumamente trascendental en el modus vivendi de su hija: pronto tendrá nuevos vecinos, colegio y amigos...

Siguiendo similares líneas narrativas a las pergeñadas en los cuentos de Carroll, la película de Miyazaki juega con la posibilidad de que todo se trate de un sueño, percepción que se agudiza cuando el coche de sus padres se aproxima a un bosque fantástico y, más allá, cuando toda la familia entra en un túnel no menos misterioso: metáfora incontenible de las fauces de una espeluznante bestia cuyo aparato digestivo va a parar a otra dimensión poblada de normas, singularmente variopinta, y cuyo primer designio es perseguir a los humanos, no ya pidiendo que les corten la cabeza, sino haciendo que se olviden de su propio nombre, de su identidad.

Esta es la subtrama más adulta de todas las que componen este brillante ejercicio de estilo, que, se resuelve —al menos existencialmente— de una manera reparadora haciendo que Chihiro llegue a desear aquello que una vez despreció: una vida cotidiana con sus padres, incluso en su nuevo hogar.

Chihiro se destaca como la entidad más juiciosa de todas y cuantas pueblan tan curioso lugar y, sin embargo, se ve condenada a desaparecer porque se niega a pertenecer a ese insólito universo. Haku la da de comer, le dice: "debes comer algo de este mundo para que puedas permanecer en él". Y Chihiro come, deteniendo su proceso de desaparición, aceptando sumisamente la parábola de su vida. Sigue siendo una niña, sí, pero ya ha aceptado la regla magna de su nueva existencia: no podrá escapar al crecimiento.

Miyazaki disecciona la mitología del cambio convirtiéndola en un hermoso cuento de brujas para todos los públicos: un viaje iniciático, intemporal, subyugante, donde no hay lugar para el respiro y donde las soluciones imaginativas se suceden incontrolables en dos horas de cine talentoso, perspicaz e inmejorable, al compás de la magistral partitura de Joe Hisaishi.

El Viaje de Chihiro nos presenta una historia plagada de imágenes tan cargadas de significación que pueden desorientar al público adulto occidental. Probablemente –y allí reside la mayor de las paradojas– no a los niños, que se quedarán con la versión más pura de la fábula: la historia de una niña que tiene que trabajar en un balneario de dioses para poder convencer a la bruja de que reconvierta en humanos a sus padres cerdos.

Cinta de animación portentosa, de inspiración humanista, de ritmo cimbreante e hiperbólico, capaz de regenerarse continuamente, de reinventarse al calor de un argumento cimentado sobre raciones de gozosa y inagotable imaginación. Es, en fin, “El viaje de Chihiro”: una obra mayúscula que demuestra que el cine sigue siendo un incuestionable territorio para el disfrute, esa linterna mágica concebida para el gozo de los sentidos; un lugar, digo, donde consiguen forjar su magia aquellos hechiceros que como Miyazaki son capaces de tejer alguno de los más inalcanzables de nuestros sueños.

[http://es.geocities.com/johnnybango/chihiro.pdf]

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