HISTORIA DEL CINE

martes, 27 de noviembre de 2007

Días de Santiago: nota del director


Por Josué Méndez

“Le llaman salvaje al río que se desborda, pero no al cabrón que lo oprime”

Dos cosas me motivaron a realizar esta película. Una es la cita previa, la cual leí en una pared caminando un día por las calles de Lima. La otra fue la oportunidad de conocer al Santiago de la vida real, un joven ex-soldado peruano. Su generosidad, su simpatía, su humildad, me hicieron tomar conciencia de la terrible indiferencia social y estatal hacia personas que creyeron en su país.

Para mí, Santiago Román, el personaje, representa a una generación engañada que perdió su juventud en el campo de batalla y volvió a la ciudad solamente para luchar una vez más por adaptarse y sobrevivir en una sociedad sin memoria, que ni los reconoce ni los aprecia; una sociedad incapaz de ofrecer un rol digno a aquellos que lo dieron todo por protegerla, y donde todos compartimos la culpa por permitir un sistema que prepara a sus hijos para la guerra solamente para abandonarlos y dejarlos de lado una vez alcanzada la paz.

“Días de Santiago” es una película urbana. Trata de la rudeza de la vida en la urbe, de sus calles, del tráfico, del caos. No tiene, por lo tanto, ningún flashback. Las memorias de la guerra solamente están dentro de la cabeza de Santiago, y lo atormentan. Esto se expresa en la película a través de la voz en off del protagonista. El estilo visual del largometraje es ecléctico, la mitad del tiempo la fotografía es a color, la otra mitad blanco y negro. Después de todo, es la historia de un hombre en búsqueda de orden, balance y armonía en un mundo caótico.

La estructura narrativa del film no es convencional, no sigue estrictamente la estructura en tres actos; es, más bien, una estructura que refleja a su personaje principal. Así como Santiago no encuentra una dirección clara para su vida al comienzo de la historia, la película misma tampoco parece encontrar una dirección, no hay un camino claro, un final certero. Solamente cuando Santiago decide empezar una nueva vida la película logra concentrar suficiente impulso y la historia empieza a fluir con más rapidez. A partir de entonces la estructura sigue al personaje en su búsqueda por pertenecer y salvar gente en la vida civil. La cámara solamente busca acompañarlo, sea fija o en mano, con la intención de lograr atrapar a la audiencia y llevarla lo más próximo posible al estado mental del personaje, a su paranoia, a su inestabilidad, a su fragilidad social.

Días de Santiago: la tragedia en cualquier instante


El director y guionista Josué Méndez trata de reflejar los problemas de adaptación de un ex combatiente peruano a su regreso a Lima en su primera película 'Días de Santiago', basada en la historia real de uno de estos soldados.

Méndez explicó que la película nació a raíz de reportajes que se ofrecieron en televisión sobre ex combatientes cuando se firmó la paz con Ecuador en 1998 y la dificultad de jóvenes que fueron preparados para "ser lo máximo" y luego cayeron en un sistema "que no les dio nada".

Méndez relata aquí, con descarnada claridad y realismo, la reinserción de un joven ex combatiente. Tres años ha pasado Santiago sirviendo en la Marina, luchando en la selva contra narcotraficantes, guerrilleros y ecuatorianos. Juntos con otros en igual condición pide la baja, abrumada la conciencia y decidido a cambiar su vida. Pero el escenario será difícil: estado y sociedad no tendrán demasiado en cuenta su experiencia. En Lima, solo, no tiene recursos para estudiar. Tampoco encuentra empleo. La casa paterna, en un humilde barrio, se parece al infierno. La relación con su mujer es tormentosa. Conectarse con otros le resulta imposible. Su personalidad paranoica se incrementa. La tragedia asoma, posible, en cualquier instante.

Santiago vive en constante tensión vigilando todo lo que le rodea, imaginando situaciones violentas; tiene una familia pobre con varias situaciones límite, y problemas económicos. A Santiago le llegan a proponer el robo de un banco como una "misión" más para poder salir del bache.

Para escribir el guión, el director entrevistó a varios ex combatientes y, tras escuchar diferentes historias, se tomó como referencia la de Santiago, un personaje real al que se sumó una situación familiar inventada.

Una de las características de la película es la mezcla entre el color y el blanco y negro, que lo que pretende es dar una sensación de subjetividad, con un primer plano para que el espectador se meta en el personaje y vea que está desencajado. En el lado opuesto se sitúan el mar y el fuego, cuyo color dan tranquilidad a Santiago en medio de las tensiones que sufre en el día a día para lograr controlarse.

El director explicó que le gustaría que su trabajo sirviera para cambiar lo que piensan los líderes políticos, pero cree que una película no puede cambiar la situación. En cualquier caso, Méndez aclaró que la historia no solamente se produce en Perú, sino en muchos lugares del mundo en los que se han vivido conflictos armados.

Por su parte, el actor que encarna a Santiago, Pietro Sibille, tuvo que trabajar muchas horas con la persona de la que tomaron la historia para conocerla y ver cómo pensaba antes y después de la guerra, lo que le sirvió de gran inspiración. "Santiago, si lo ves o lo conoces, no es una persona con rasgos normales", explicó Sibille, quien añadió que aún en la actualidad se nota que tiene traumas y paranoias.

Los actores de la película proceden en su mayor parte del teatro, ya que el director pretendía tener largos ensayos antes de una toma para que esta saliera de una vez, dado que iba a haber pocos días para filmar. Además, en el caso del protagonista, había muchísimo texto, por lo que desde el teatro podría contar con "más técnica y armas".

Sólida e impactante resulta esta ópera prima de Josué Méndez, la misma que llamara la atención y fuera premiada en los recientes festivales de Rotterdam y Friburgo, generando expectativas sobre el cine peruano y latinoamericano en general.

El realizador utiliza un montaje nervioso, cambio de texturas para acentuar la confusión del personaje, planos secuencia con cámara en mano, tomas fijas, diálogos precisos, escenas crudas ­­—algunas pesadillescas— y la voz constante de Santiago que no cesa de pensar, haciendo partícipe a la platea de sus obsesiones. Las actuaciones son notables. Y si no hay fisuras en ningún intérprete (todos profesionales del teatro) menos se encontrarán en el Santiago que vive en Pietro Sibille.

lunes, 26 de noviembre de 2007

¿Cómo se hizo “El viaje de Chihiro”?


"Belleza, poder, misterio, y por encima de todo, corazón”. (James Cameron, director de cine)

"Es una obra maestra... Se imprime en la imaginación y permanece allí para siempre”. (Andy Wachowski, director y guionista de The Matrix)

"Miyazaki es mi raealizador preferido. Cada película suya es una verdadera lección". Brad Bird (Creador de Los Simpson).


En 1997, cuando “La Princesa Mononoke” causaba sensación, y cuando Hayao Miyazaki disfrutaba del mayor éxito en su carrera, sufrió una crisis debido al agotamiento nervioso y físico. Aun así, el cineasta no pudo abandonar su trabajo porque los estudios Ghibli dependían de él para su futuro. Miyazaki se vio obligado a superar la enfermedad para asegurar la continuidad de la productora. Tras un esfuerzo hercúleo declaró que había llegado al final de su carrera. En ese momento, la recaudación de La Princesa Mononoke se acercaba a la de Titanic en las taquillas japonesas. Sin embargo, en el año 2000, Miyazaki decidió volver a trabajar y, arriesgando de nuevo su salud, rodó “El viaje de Chihiro”. Resultó ser una acción valiente y perspicaz: el director japonés volvió a conquistar al público, atrayendo, en Japón, a más espectadores que Titanic y en la mitad del tiempo.

“Me di cuenta de que había anunciado demasiado pronto mi retirada del cine”, confiesa Hayao Miyazaki. “Cuando trabajaba en ‘La Princesa Mononoke’ creí de verdad que iba a abandonar. Estaba cada vez más débil y no sabía qué hacer. Como el trabajo de director requiere en primer lugar talento y no fuerza física, luché por acabar la película, especialmente porque la estabilidad financiera de la productora dependía del estreno del filme. Cuando se dio a conocer mi retiro, la noticia se extendió como un reguero de pólvora. Aunque ‘La Princesa Mononoke’ no estaba terminada, ni mucho menos, los periodistas siempre empezaban la entrevista preguntando si tenía planeada la siguiente película. Mi vida personal cobró más importancia que la película y con ello se cuestionó el futuro de Ghibli. Un día estaba un poco alterado y contesté que ‘La Princesa Mononoke’ sería mi última película. Hasta me convencí a mí mismo de que había terminado mi carrera. Invertí todas mis energías en la batalla final, incrementando mis expectativas y exigiendo cada vez más a mis colaboradores. Ya estaban bajo una presión enorme y mi actitud dejó agotados a los empleados de Ghibli. Muchos sufrieron crisis nerviosas. Estaban resentidos. Yo seguía convaleciente y aún sentía el peso de muchos años de trabajo pero, afortunadamente, todos estos sacrificios no fueron en vano. ‘La Princesa Mononoke’ consiguió un éxito mucho mayor de lo que hubiéramos podido soñar”.

“’La Princesa Mononoke’ era una película pesimista y complicada de producir. El ambiente de agresión en el estudio iba en aumento y, al final, empecé a preguntarme si tenían sentido todos los esfuerzos que habíamos hecho. De repente me entraron ganas de hacer una película diametralmente opuesta a ‘La Princesa Mononoke’. Antes de comenzar la producción de ‘La Princesa Mononoke’ me había enamorado de un libro para niños escrito en 1980 por Sachiko Kashiwaba: Ki-rino Mukouno fushigina Machi (Un pueblo misterioso más allá de la niebla). Propuse que adaptáramos el libro al cine porque quería explorar los temas que planteaba y comprender por qué fascinaba tanto al público joven. Sin embargo, mi sugerencia fue rechazada. A continuación propuse un texto más contemporáneo –Rin y el pintor de chimeneas– cuyo protagonista era dinámico y complejo. La historia se desarrolla en una casa de baños que milagrosamente se salvó del terremoto de Tokio. También rechazaron este proyecto, pero no me desanimé. Escribí a toda prisa la sinopsis de una película inspirada en Rin y el pintor de chimeneas, pero con la incorporación de una niña y dos personajes malvados, el primero inspirado en nuestro productor –Sr. Suzuki– y el segundo en mi mismo”.

“El viaje de Chihiro”, con una duración de 122 minutos, costó 19 millones de dólares. Aunque cinco veces menor del coste de una producción de la Disney, fue una cantidad enorme para una producción japonesa de animación. El filme tuvo un éxito sin precedentes. Incluso antes de estrenarse en Estados Unidos y Europa, el filme de Mayizaki fue la primera película no americana en alcanzar los 200 millones de dólares de taquilla a nivel mundial. Francia fue el primer país occidental en ofrecer una distribución amplia para la película. Según Toshio Suzuki, presidente de los estudios Ghibli, el increíble éxito de “El viaje de Chihiro” puede atribuirse a varios factores: “Por supuesto hay que tener en cuenta la popularidad de Miyazaki y de su última película, ‘La Princesa Mononoke’. Pero también ‘El viaje de Chihiro’ es una película de aventuras muy diferente de las demás. Sin recurrir a la violencia nos tiene en vilo hasta el final. La acción y el humor no pesan demasiado y se controla muy estrictamente el uso de los efectos especiales. La pequeña Chihiro descubre valores como la amistad, la determinación y la disciplina aunque el objetivo de la película no es didáctico, más bien, intenta dar confianza a los niños. En el cine es raro ver esta mezcla de modernidad, filosofía y fantasía. Gracias al toque mágico de Hayao Miyazaki, creo que el público se enamoró de ‘El viaje de Chihiro’ porque eran conscientes, desde el principio, de ver un espectáculo único”.

“La Princesa Mononoke” (1997) continuó el viaje emprendido en Nausicaa (1984). “El viaje de Chihiro” prolonga el ensueño de “Mi vecino Totoro” (1988), el monstruo peludo que se convirtió en el ídolo de los niños japoneses. En “Mi vecino Totoro”, dos niñas cambian de casa –al igual que Chihiro– y descubren la existencia de criaturas mágicas que viven en el bosque japonés. Curiosas y generosas, las dos heroínas están llenas de vida. En “Mi vecino Totoro”, Miyazaki nos muestra una familia unida cuyos miembros coexisten armoniosamente tanto en lo físico como en lo espiritual. En “El viaje de Chihiro”, el director cuestiona la validez de este planteamiento. Cuando cambian de casa, las niñas de “Mi vecino Totoro” contemplan con euforia el paisaje a su alrededor mientras que en “El viaje de Chihiro” vemos a una niña enfurruñada, despatarrada en el asiento trasero del coche. En “Mi vecino Totoro” los padres son una presencia constante, aunque solamente sea en los pensamientos de las niñas. En cambio, los padres de Chihiro parecen más distantes.

"El viaje de Chihiro no es una película satírica ni cínica”, explica Hayao Miyazaki. “Conozco a cinco niñas que tienen más o menos 10 años. Las veo cuando voy a mi casa en el campo. Un día empecé a pensar en los sueños y esperanzas que tendrían. Me puse a buscar algo que realmente les llamaría la atención. Con la excepción de unos pocos autores como el excelente Osamu Tezuka, me di cuenta rápidamente de que nadie, ni siquiera yo, tenía en cuenta los problemas y las preocupaciones de estas niñas. Por otra parte había un sinfín de publicaciones para niños de la misma edad. Así es que me propuse el reto de escribir algo que atrajera a las niñas. Algo que las hiciera pensar en su futuro y su relación con la sociedad. En un mundo que les protege en exceso, donde no pueden jugar a menos que sea en un club con un horario fijo, los niños se están atrofiando. Chihiro sufre de la misma situación. Su enfado es típico de los niños que no tienen suficiente tiempo para jugar. Enfrentada a una crisis, emerge la luchadora que se esconde dentro de Chihiro. Empieza a destacar su capacidad de adaptarse y evaluar la situación. No quería que fuese una heroína perfecta. Su encanto procede de su corazón y de la profundidad de su alma”.

“Además, teniendo en cuenta la cultura comercial que tenemos, quería explorar la idea de la comunicación. El lenguaje significa poder. En el mundo en que se pierde Chihiro pronunciar una palabra constituye un acto claro y definido. Cuando Chihiro dice con convicción que quiere trabajar, la bruja Yubaba es incapaz de impedírselo. Hoy el lenguaje se ha abaratado y no se le da importancia. Las proclamaciones carecen de valor. Es algo grave. En “El viaje de Chihiro” el hecho de quitarle el nombre a una persona significa dominarla totalmente. En la película quería expresar la idea de que el lenguaje es un valor en sí mismo y que lleva energía”.

“También es significativo el hecho de ambientar una fantasía en Japón. No quería una fábula occidentalizada con toda clase de escapatorias. Cuando vi Pinocho recuerdo que me estremecía de placer con la escena donde la marioneta y sus amigos se emborrachan, juegan al billar y fuman puros. A los niños les encanta la decadencia. Después pagan sus fechorías al convertirse literalmente en asnos. En “El viaje de Chihiro”, los padres son transformados en cerdos. Si hubiesen ido demasiadas veces a Disneylandia quizás les hubieran crecido demasiado las orejas...

"Hoy en día, escribir sobre mundos encantadores demuestra una falta de imaginación. Los niños consumen productos superficiales sin cesar, lo cual a su vez les aleja de sus raíces. Cada país tiene sus tradiciones y es importante cuidarlas y transmitirlas de una generación a otra. Las fronteras se están esfumando. Creo que desaparecerá la gente que ha perdido contacto con sus antecedentes y sus tradiciones. Eso es lo que quiero decir a las niñas de diez años. Quiero darles ánimos y decirles que, al igual que Chihiro, pueden conseguir todo lo que se propongan".

El por qué del film


Por Hayao Miyazaki

Este film es una película de aventuras, aun cuando los personajes no tengan armas alrededor ni usen poderes sobrenaturales en las batallas. Es una película de aventuras, pero el tema no es el enfrentamiento entre y el bien y el mal. Deseaba hacer una historia de una niña quien es arrojada a un mundo donde el bien y el mal coexisten. Ella recibiría entrenamiento, aprendería acerca de la amistad y sobreviviría usando su sabiduría. Ella encontraría las salidas y el modo de volver a su vida diaria, en donde empezó todo. Sin embargo, esto no sería porque el mal fuera destruido, sino sería como son las cosas en el mundo, el mal nunca desaparece. Ella sobreviviría porque ganaría el poder de vivir. Hoy en día, el mundo se ha vuelto muy ambiguo, pero incluso si es ambiguo trata de abusar y de devorarlo todo. El tema principal de esta película es describir el mundo desde una fantasía.

Al ser encerrados, protegidos y mantenidos fuera por los riesgos, los niños no pueden ayudar y alimentan sus frágiles egos en sus vidas diarias, y sienten estas vidas como algo opaco. Los miembros delgados y el rostro sombrío de una Chihiro que no se divierte son un ejemplo de esto. A pesar de esto, cuando la realidad se vuelve clara y ella se encuentra a sí misma en una crisis, su adaptabilidad y paciencia aparecen desde dentro de ella. Ella encuentra una existencia en la que valientemente pueda actuar y decidir.

Ciertamente, muchas personas entrarían en pánico y tratarían de ocultarse bajo la tierra. Esta gente se desvanecería y sería devorada rápidamente si se viera en la situación que Chihiro enfrenta. Chihiro es una heroína, porque su poder no permitirá que se la coman. Ella es una heroína, pero no porque sea bella o porque tenga un corazón incomparable. Éste es el mérito de este film, y esto es porque es la película de una niña de diez años.

Las palabras tienen poder. En el mundo en el que Chihiro ha sido hechizada, dejar que una palabra salga de tu boca tiene una importancia tremenda. Y en la casa de baños, que es regida por la bruja Yubaaba, si Chihiro dijera palabras como “no” o “me quiero ir a casa”, la bruja daría cuenta de ella rápidamente. Ella no tiene alternativas, pues si está distraída o desanimada, la desaparecerán o la convertirán en pollo para que ponga huevos, hasta que le toque su turno de ser comida. Pero si Chihiro dice “quiero trabajar aquí”, ni siquiera Yubaaba puede ignorarla. Hoy las palabras son consideradas muy a la ligera, como si fueran burbujas vacías. Esto es verdad, aun cuando las palabras tengan poder. Es como si el mundo estuviera ahora lleno de palabras vacías y sin poder.

El acto de privar a una persona de uno de sus nombres no es solamente hacerle cambiar de nombre y empezar a llamarse de otra manera. Es hacerle vivir las reglas de otra persona completamente. Sen se horroriza cuando comprende que va a perder la memoria de su nombre real, Chihiro. Y ella visita a sus padres convertidos en cerdos en la porqueriza, y empieza a acostumbrarse a tener de padres a unos cerdos. En el mundo de Yubaaba siempre vives corriendo el riesgo de ser convertido en comida. En este difícil mundo, Chihiro (o Sen) consigue sobrevivir.

En general, hacia el final de la película, la esencia del mundo no ha cambiado ni un poco. Este film en realidad lo persuade a uno de que el mundo es lo que uno desea, por sí mismo, por su propio poder.


http://www.sugoi.com.pe/omake/articulos/art_sen-to-chihiro_d.htm

El viaje de Chihiro: anatomía de una obra perfecta


Por J.P. Bango

En El Viaje de Chihiro, Hayao Miyazaki se supera a sí mismo, quebrando las reglas de la previsibilidad, creando un supramundo deslumbrante poblado por espectros que arrastran sus penas en una casa de baños para dioses; por ríos que se transforman en dragones valerosos al rescate de las niñas perdidas; por adultos devorados por la gula y convertidos en cerdos como escarnio; por trenes poblados por fantasmas; un Mundo de Oz donde todo es posible menos el desprecio a la inteligencia del espectador.

Ahí va a parar Chihiro: a esa estancia feérica que otros ven como parque de atracciones abandonado, convirtiéndose en el centro de la rivalidad de dos viejas brujas, hermanas pero enemigas, dueñas de un inframundo fantasmagórico donde, sin embargo, todo funciona aleccionado por la cotidianidad. Chihiro vive los últimos estertores de su infancia antes de dar el paso definitivo al mundo huraño de los adultos. Ya no es Dorothy, arrastrada por el huracán hacia un averno de baldosas amarillas, añorante de su casa y su presente, sino Alicia en un mundo maravilloso, surrealista y fuera de lo ordinario donde nada parece suceder de forma accidental. Tampoco es casual su encuentro con Haku, ese chico con alma de dragón que debe hacer menos dañina esa transición vital hacia la adolescencia; crisis que a la buena de Chihiro la sorprende dormitando en un coche que preludia un cambio de residencia, un cambio que les parece del todo punto natural a sus adultos y felicísimos padres y que, sin embargo, lleva aparejado un cambio sumamente trascendental en el modus vivendi de su hija: pronto tendrá nuevos vecinos, colegio y amigos...

Siguiendo similares líneas narrativas a las pergeñadas en los cuentos de Carroll, la película de Miyazaki juega con la posibilidad de que todo se trate de un sueño, percepción que se agudiza cuando el coche de sus padres se aproxima a un bosque fantástico y, más allá, cuando toda la familia entra en un túnel no menos misterioso: metáfora incontenible de las fauces de una espeluznante bestia cuyo aparato digestivo va a parar a otra dimensión poblada de normas, singularmente variopinta, y cuyo primer designio es perseguir a los humanos, no ya pidiendo que les corten la cabeza, sino haciendo que se olviden de su propio nombre, de su identidad.

Esta es la subtrama más adulta de todas las que componen este brillante ejercicio de estilo, que, se resuelve —al menos existencialmente— de una manera reparadora haciendo que Chihiro llegue a desear aquello que una vez despreció: una vida cotidiana con sus padres, incluso en su nuevo hogar.

Chihiro se destaca como la entidad más juiciosa de todas y cuantas pueblan tan curioso lugar y, sin embargo, se ve condenada a desaparecer porque se niega a pertenecer a ese insólito universo. Haku la da de comer, le dice: "debes comer algo de este mundo para que puedas permanecer en él". Y Chihiro come, deteniendo su proceso de desaparición, aceptando sumisamente la parábola de su vida. Sigue siendo una niña, sí, pero ya ha aceptado la regla magna de su nueva existencia: no podrá escapar al crecimiento.

Miyazaki disecciona la mitología del cambio convirtiéndola en un hermoso cuento de brujas para todos los públicos: un viaje iniciático, intemporal, subyugante, donde no hay lugar para el respiro y donde las soluciones imaginativas se suceden incontrolables en dos horas de cine talentoso, perspicaz e inmejorable, al compás de la magistral partitura de Joe Hisaishi.

El Viaje de Chihiro nos presenta una historia plagada de imágenes tan cargadas de significación que pueden desorientar al público adulto occidental. Probablemente –y allí reside la mayor de las paradojas– no a los niños, que se quedarán con la versión más pura de la fábula: la historia de una niña que tiene que trabajar en un balneario de dioses para poder convencer a la bruja de que reconvierta en humanos a sus padres cerdos.

Cinta de animación portentosa, de inspiración humanista, de ritmo cimbreante e hiperbólico, capaz de regenerarse continuamente, de reinventarse al calor de un argumento cimentado sobre raciones de gozosa y inagotable imaginación. Es, en fin, “El viaje de Chihiro”: una obra mayúscula que demuestra que el cine sigue siendo un incuestionable territorio para el disfrute, esa linterna mágica concebida para el gozo de los sentidos; un lugar, digo, donde consiguen forjar su magia aquellos hechiceros que como Miyazaki son capaces de tejer alguno de los más inalcanzables de nuestros sueños.

[http://es.geocities.com/johnnybango/chihiro.pdf]

viernes, 23 de noviembre de 2007

Toro salvaje: génesis del proyecto


El período 1976-79 (luego del estreno y gran éxito internacional de “Taxi Driver” en 1976) supone, qué duda cabe, una etapa de tensa e intensa actividad para Martin Scorsese. A los rodajes de “New York, New York” y de “The Las Waltz” hay que añadir la realización de del mediometraje “American Boy: a Profile of Steven Prince”, así como la dirección de la pieza teatral “The Act”. Por otra parte, el realizador se plantea por esta época un par de nuevos proyectos de largometraje: el titulado “Gangs of New York”, una historia gangsteril ambientada hacia los años veinte, y “Night Life”, la crónica de una rivalidad entre hermanos. Sin embargo, ninguno ni otro proyecto llegan a cristalizar, en parte debido a la indefinición en la que se mantiene el cineasta, quien alberga muchas dudas sobre los guiones y que no tiene demasiada clara la dirección a seguir en su vida en este delicado momento de su trayectoria profesional. Y es que dicha indefinición tiene mucho que ver con el fracaso en taquilla de “New York, New York”, una vez estrenada en 1977.

Este fracaso no fue tan radical como ciertas biografías o como el halo de malditismo que ha rodeado a la película quisieron dar a entender, pero sí fue desilusionante en relación con las enormes expectativas que el producto había auspiciado, tanto para sus promotores financieros como para su director. Lo que sí es seguro es que buena parte de la industria hollywoodense se alegró en aquel momento de que el film no triunfara comercialmente, dado que tal resultado venía a demostrar, según su versión, los peligros de conceder un excesivo poder a un realizador con manifiestas veleidades artísticas. Scorsese era muy consciente de esta situación, sabía que no podía permitirse otro paso en falso, por lo que sus vacilaciones ante el futuro eran cada vez mayores.

Esta tensión profesional avanzará, además, estrechamente vinculada a una creciente tensión personal. En relación con ello, la amistad que traba con Robbie Robertson, el líder de “The Band”, tendrá también su lado maléfico. Scorsese se deja arrastrar por el frenético ritmo de vida de Robbie y de sus amigos del ambiente rockero y se lanza a un consumo cada vez más indiscriminado de drogas. Llevado por un evidente deseo de escapar a la sensación íntima de fracaso, el realizador se encierra en una dinámica de continua asistencia a fiestas y reuniones mundanas en las que la droga circula con facilidad. Nueva York, Los Angeles, París, Roma, Londres, … cualquier pretexto era bueno para un viaje relámpago y su correspondiente juerga. Todas estas circunstancias conducirán a un par de conclusiones no demasiado difíciles de adivinar: por un lado, el naufragio de su matrimonio con Julia Cameron, de la que terminará por divorciarse; por otro, el aún mayor deterioro de su ya de por sí precaria salud, que le lleva a permanecer numerosos días en cama, víctima del asma, de los efectos de la droga y de un general agotamiento mental y físico que le impide alcanzar la necesaria concentración. Para que el cineasta pueda remontar esta situación, dos personas van a resultar especialmente relevantes: el fiel Robert De Niro y la recién conocida Isabella Rossellini (la hija de Roberto Rossellini y de Ingrid Bergman, por entonces una incipiente actriz). Con Isabella, Scorsese entablará una relación sentimental que derivará en un nuevo matrimonio, celebrado el 30 de septiembre de 1979, ya en pleno proceso de rodaje de “Raging Bull”.

La primera noticia sobre la posibilidad de materializar este film le llegó al cineasta el año 1974, cuando Robert De Niro le propuso adaptar el libro autobiográfico de Jake La Motta, un campeón pugilístico que había vivido sus mayores días de gloria a fines de los años cuarenta y que había redactado sus memorias en colaboración con Joseph Carter y Peter Savage, quien a la postre terminaría ejerciendo como coproductor del futuro film. Pero, en 1974, Scorsese no estaba demasiado interesado en el mundo del boxeo, si bien comprendía el gran interés que mostraba Robert De Niro por interpretar ese papel, no solamente por el evidente desafío actoral que implicaría, sino también por su íntima comprensión del personaje, no en vano se trataba de incorporar la figura de un legendario italoamericano de segunda generación que, al igual que él, había surgido del medio obrero para abrazar posteriormente los senderos de la fama.

Ya en 1978, cuando De Niro visita a Scorsese tras una de sus habituales crisis padecidas por este, el actor vuelve a recordarle la existencia del proyecto sobre La Motta y su perenne interés por interpretarlo. Scorsese accede, entonces, a proponerle a Paul Schrader (guionista de “Taxi Driver”) la confección de un guión sobre la base del libro autobiográfico. Sin embargo, el proyecto queda a la espera.

En septiembre de 1978, la salud de Scorsese toca fondo. Con solo 49 kilogramos de peso, acuciado por una extraña sensación de agotamiento constante, es internado en el servicio de urgencias del New York Hospital: sufre una hemorragia interna que está a punto de conducirle a la muerte. Durante diez días, se debate en un estado de gravedad. De Niro acude a visitarle con frecuencia. Cuando el director parece iniciar el proceso de recuperación, el actor no tarda en comentarle que el guión de Schrader está ya listo. Una vez pasado el peligro, cuando Scorsese se da cuenta de que, ciertamente, su recuperación comienza ya a ser un hecho tangible, los argumentos de De Niro terminarán por convencerlo: efectivamente, “Raging Bull” tiene que ser su próximo film; el cineasta toma conciencia de que debe hacer acopio de coraje y de que va a conseguir que su vida y su carrera profesional puedan, por fin, continuar. Es entonces cuando descubre que la elección de “Raging Bull” no resultaba nada azarosa y que el mismísimo Robert De Niro así lo consideraba hace tiempo: Jake La Motta era, en buena medida, el espejo del propio Scorsese, alguien que pasó por un proceso muy similar al que él acababa de atravesar, alguien que descendió al infierno tras haber tocado la gloria, que vivió en la contradicción, que experimentó la angustia y el éxito, la nada y el todo, el tormento y el éxtasis.

[Alberich, Enric. “Martin Scorsese: vivir el cine”. Barcelona: Glénat, 1999, pp. 174-177]

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Toro salvaje: poética de la autodestrucción


Scorsese acoge el proyecto de “Toro salvaje” con inaudito fervor; se aferra a él como si se tratara de una tabla de salvación, con una actitud parangonable a la de algunos de sus héroes en pos de la redención: “puse en este film todo lo que sabía, todo lo que sentía y pensé que sería el film de mi carrera. Es eso que yo llamo hacer un film de kamikaze: se mete todo dentro, se olvida todo y, a continuación, se intenta encontrar una manera de vivir”.

Como es bien sabido, también Robert De Niro daría una palpable muestra de su entrega y de su generosidad para con el film al someterse a su célebre proceso de engorde acelerado (de 65 a 91 kilos de peso), a fin de poder encarnar él mismo a una Jake La Motta decadente y obeso sin necesidad de recurrir a ninguna clase de truco. Tras finalizar el rodaje de casi toda la película, la filmación se paralizó durante unos cuatro meses, mientras De Niro viajaba a Francia y a Italia predispuesto a comer a diestro y siniestro. El resultado de esta estrategia, por llamarla de algún modo, sería un engorde de treinta kilos y un creciente malestar físico que el actor sobrellevaría con tanta profesionalidad como estoicismo y del que le costaría un cierto tiempo recuperarse. Hacia la Navidad de 1979, tenía lugar el rodaje de las escenas en las que De Niro aparece obeso. Entretanto, el montaje de la película se encontraba en una etapa bastante avanzada.

“Toro salvaje” es, por mucho motivos, un film clave dentro de la filmografía scorsesiana, y ello tanto desde el punto de vista temático como desde el formal, si es que ambos aspectos pueden, de alguna manera, desvincularse con tajante claridad. Desde el punto de vista temático, el film es una especie de summa de todo aquello que de más personal puede rastrearse en sus más significativos films anteriores: en él se agrupan, como partes de un todo finalmente indisoluble, el retrato de gangsterismo, la soledad interior, la rivalidad masculina, la violencia como única salida y como modo de vida, el machismo y, por supuesto, el sentimiento de culpa tendente tanto a la autodestrucción como a la generación de un impulso expiatorio. En lo formal, la película trabaja también sobre la base de los más personales films precedentes, compaginando de modo admirable realismo y estilización, pero apuntando ya a una serie de soluciones radicales que encontrarán su prolongación en el futuro.

El plano fijo de Jake en su camerino, en 1964, plano que será a la vez, con una ligera variante, el inicio y el final del film, es una imagen que muestra al protagonista tal cual es, aislado, convertido en la consecuencia de su pasado: un sujeto acabado, una sombra de lo que fue, que se aferra a los rescoldos de su popularidad recitando textos clásicos o imitando a Marlon Brando. La hondura de este plano queda todavía más reforzada por la presencia del espejo ante el que Jake declama. Durante todo el film, los espejos han sido un elemento predominante. Jake se mira constantemente en ellos, busca su propia imagen reflejada. La presencia del espejo es recurrente en todos los momentos de vacilación —véase el beso duplicado por el efecto de un espejo que tiene lugar entre él y Vickie en la larga escena en la que esta le tienta, pese a los ruegos de él en sentido opuesto, esforzándose por mantener la espartana disciplina del deportista aplicado—. En “Toro salvaje”, los espejos funcionan como emblema de la lucha que Jake mantiene contra sí mismo. Ahora, en esta escena final, Jake por fin puede mirarse sin crispación, sin miedo, al amparo de una cierta paz.

La primera secuencia de combate que se registra en el film, aquella que testimonia la pelea entre La Motta y Johnny Reeves plantea la cuestión de la situación y del tipo de implicación del protagonista en el universo pugilístico. El furor del combate es restituido a base de continuos movimientos de la cámara, acudiendo a un elaborado y ultraveloz montaje, trabajando la idea fundamental de dar a ver todo lo que el mundo del boxeo conlleva: la violencia marcada en los cuerpos, la sangre derramándose, el griterío del respetable, el ambiente cargado, la trampa de la mafia imponiéndose a la honestidad deportiva y provocando la indignación y las disputas entre el público —soberbio plano, dilatado en el tiempo, de la silla volando por los aires, por no hablar del violento plano de la mujer pisoteada por parte del público—. Jake se presenta ante nuestros ojos como un sujeto que defiende su honor deportivo dentro de lo que cabe pero que, a fin de cuentas, acepta las reglas de juego de ese universo corrupto que se le impone y que contribuye a su malestar interno a cambio de un presunto bienestar externo.

La ilustración de esta primera derrota de Jake tiene, así, una función contextualizadota. Nos ha brindado la posibilidad de advertir no solamente la violencia del boxeo en sí, del mero contacto físico, sino también la circundante, no menos agresiva. Para la visualización de los posteriores combates, sin embargo, Scorsese adoptará una actitud muy parecida a la que asumió a la hora de filmar a los músicos actuando en “The Last Waltz”: el cineasta se centra en los boxeadores y en su trabajo, obvia al público —reducido casi a un efecto sonoro, a un contracampo que sabemos existente, pero que ya ha dejado de ser significante—, se acompasa a los movimientos de La Motta, sigue de cerca sus evoluciones sobre el ring. La idea de rodar de esta manera las escenas de combate le sobrevino al cineasta durante la preparación del rodaje, al filmar algunas pruebas de De Niro ejercitándose, aprendiendo los ademanes y algunos secretos de los boxeadores profesionales. Scorsese pudo comprobar, entonces, que él, en tanto que cineasta, no podía permanecer pasivo y ajeno a la acción, no podía reproducir el boxeo de idéntico modo a como lo habían hecho muchas películas clásicas, con su constante recurso a la combinación de los planos generales con insertos más o menos mecánicos o previsibles, y ello por no hablar de las retransmisiones televisivas, reducidas siempre a unos pocos ángulos externos al combate.

Scorsese, fiel a su idiosincrasia, sentía la necesidad de introducirse ahí, de dar cuenta de la violencia que se desata en el contacto entre los dos púgiles, que se dibuja golpe a golpe en sus rostros. De este modo, consigue que se vea a un La Motta enfebrecido, obcecado en su tarea durante la lucha, sin apenas tregua para ningún tipo de reflexión. Ciertamente, nada hay más primario que dos tipos pegándose, y el cineasta logra transmitir esa sensación de brutalidad pura y dura, sin paliativos. Para un director que, como Scorsese, siempre ha trabajado la representación del cuerpo como síntoma externo de una problemática interior, esta oportunidad suponía un incomparable regalo. Esas heridas abiertas a costa de puñetazos serán, también, la paráfrasis visual de la enorme cicatriz interior que alberga Jake. En su persistente acercamiento a las entrañas de los combates, el film consigue ir más allá de la simple muestra del esfuerzo físico, evidenciando algo más interno y, sin duda, mucho más interesante.

Al parecer, más que un estilista, el verdadero Jake La Motta era, en términos deportivos, lo que se conoce como un auténtico fajador, un resistente encajador de golpes. Esta tenacidad y esta capacidad de aguante resultan perfectamente coherentes con la descripción del personaje tal y como aparece en la película. El ring sería, entonces, un escenario en el que podría poner a prueba su capacidad de encaje, de entrega, de sacrificio, de superación de las dificultades. Desde esta perspectiva, su último combate contra Sugar Ray Robinson supone la culminación de la noción de boxeo como autoinmolación, como sacrificio asumido. La Motta soporta la paliza hasta el límite de lo humano. Su terquedad en mantenerse en pie a pesar de lo patente de la derrota tiene algo no ya de masoquismo, sino de profundo reto ante sí mismo, de ofrenda sacrificial. Cuando La Motta se encuentra ya al borde del K.O., literalmente contra las cuerdas, el director inserta un plano ralentizado de Ray Sugar enarbolando su puño derecho, disponiéndose a asestar el golpe definitivo. Es un plano extraño, atrevido, insólito, que desafía al realismo. La actitud de Ray Sugar, la suspensión del tiempo que ejerce el ralentí y, sobre todo, la iluminación espectral del plano, le confieren a este un inequívoco aire abstracto: La Motta se dispone a recibir el impacto, lo acepta como castigo, como parte de un rito. Cuando el combate concluya, La Motta acudirá enseguida al rincón de su verdugo pugilístico para recordarle que, pese a todo, él no ha caído, no ha ido por los suelos. El gesto alcanza, más allá de un hipotético orgullo deportivo, adquiere, principalmente, el rango de superación de una prueba moral. Jake acepta el castigo, lo aguanta estoicamente, no toma el atajo de la facilidad de la rendición.

Quizá el propio Jake La Motta no lo sepa conscientemente, pero cada combate lo asume como una forma de expiación, como una ofrenda de un yo destinado a superar el sufrimiento para merecer seguir viviendo; La Motta posee un profundo sentimiento de culpa. En este sentimiento de culpa que anida en Jake La Motta, hay algo metafísico, en el sentido de que no se trata únicamente de una culpa vinculada a alguna acción u omisión, a algún delito o a alguna falta ética concreta y decisiva, sino de algo que excede a lo coyuntural y que está inscrito en el propio personaje, que le es consustancial por el solo hecho de existir. Cuando esto es así, se vuelve una tarea ardua el abandono del círculo obsesivo: “Si en lo más profundo de ti mismo estás convencido de tu indignidad —como yo lo he estado y seguramente lo sigo estando—, ¿qué hacer?, ¿estás condenado, no?”, explicaba Scorsese en una entrevista.

En el bellísimo plano inicial, sobre el fondo musical del “Intermezzo” de “Cavalleria rusticana”, vemos a Jake La Motta a solas a un lado del ring, realizando ejercicios de calentamiento, saltando y golpeando al aire en una imagen ralentizada. Es, casi, como un plano extraído de un ballet, dotado de un importante grado de abstracción favorecido por la soledad del protagonista y por la extraña nebulosa que invade el plano, una cortina de humo que le otorga un aire levemente fantasmal. La soledad del héroe, e incluso su grandeza, están ahí, compendiadas en esta serena imagen inaugural. Si el espectador permanece atento, observará que su indumentaria es la misma que lucirá el día que conseguirá el cetro de campeón y que, además, el protagonista se sitúa en aquella parte del encuadre en uno de los momentos finales del plano secuencia que testimonia su subida al ring en ese instante cumbre de su carrera profesional. Así, este plano inicial se yergue como una suerte de evocación por anticipado —valga la paradoja— de su momento de máxima gloria; es el ícono de su obsesión transfigurada en recuerdo imborrable, en imagen para la eternidad. Por lo demás, a todo ello cabe añadir la referencia musical a Mascagni, repetida en ambos pasajes —aunque con temas distintos— y que se convierte en el leit motiv melódico del lado mítico de la película. Por todos estos elementos, los títulos de crédito iniciales revelan que han sido concebidos como una ceremonia que consagra la soledad del protagonista que, sobre todo, tendrá que luchar contra sí mismo.


[Alberich, Enric. “Martin Scorsese: vivir el cine”. Barcelona: Glénat, 1999, pp. 190-194]

martes, 20 de noviembre de 2007

El padrino: la obra y su contexto


“The Godfather” es el título original de la novela que llevó a la fama a Mario Puzo, novelista italoamericano, que, publicada en 1969, vendió en Estados Unidos la extraordinaria cifra de un millón de ejemplares en edición de lujo y doce millones en edición de bolsillo, antes de estrenarse la película. Este ‘bestseller’ cuenta la historia de una familia mafiosa, los Corleone, desde principios de siglo hasta los años setenta, aliñando la epopeya familiar con bastantes gotas de sangre y un poco de tenue erotismo. La Paramount compró a Mario Puzo los derechos de adaptación al medio cinematográfico de esta novela sin sospechar que el éxito de la película sobrepasaría al de la obra literaria original, que se mantuvo en la lista de ‘bestsellers’ norteamericanos durante setenta y siete semanas, y se convertiría en el germen de las otras dos películas que hasta el momento completan la saga y de referencias que sobrepasan el ámbito cinematográfico para formar parte de la cultura popular. El personaje creado por Marlon Brando se ha convertido en el estereotipo del capo mafioso y a partir del momento de su creación ha sido imitado interminablemente. Frases tomadas de la película como “No es algo personal, solo negocios” o “Le haré una oferta que no podrá rechazar” fueron incorporadas, si no al lenguaje de la masa común de hablantes, sí, y con naturalidad al menos, al habla de los cinéfilos.

El elegido para hacerse cargo de la traducción en imágenes de la historia de creada por Puzo fue Francis Ford Coppola, director de orígenes también italoamericanos, perteneciente a una nueva generación de cineastas que intentaba conciliar las exigencias comerciales definitorias de un cierto cine americano con la libertad artística aprendida del cine europeo. El éxito de “El padrino” confirmó que era posible que un nuevo sistema de hacer cine pudiera ponerse en marcha demostrando que los rendimientos de taquilla eran compatibles con el cine de calidad.

Como el experimentado guionista que era, Coppola supo ver más allá de la violenta historia trazada por Mario Puzo y fue capaz de encontrar una línea argumental que se pudo convertir en una tragedia moderna y personal. Más que ver a la mafia como una metáfora de cómo afrontar los problemas individuales en un mundo injusto, como hace Puzo, Coppola la ve como una metáfora sobre los aspectos depredadores y egoístas de las modernas corporaciones americanas.

Coppola centra la película en la historia de un hombre obligado a aceptar su destino, que le sumerge en el mundo de la mafia y en el de unas tradiciones ancestrales originadas en Sicilia que sobreviven en la Norteamérica de mediados del siglo veinte.

Marlon Brando fue el actor elegido por Coppola para interpretar a don Vito Corleone. Brando ha reconocido la simpatía que le inspiraba el personaje protagonista: “Sentía un gran respeto por Don Corleone; lo veía como un hombre sólido, con una tradición, una dignidad, un gran refinamiento. Era un hombre de instinto infalible que casualmente vivía en un mundo violento y que tenía que protegerse a sí mismo y a su familia. Me parecía una persona decente, dejando de lado lo que tenía que hacer; un hombre que creía en los valores de la familia y que quedó condicionado por los acontecimientos, como todos nosotros”.

A esta simpatía por el personaje y por la película tampoco era ajena la crítica a la sociedad norteamericana oculta en el filme de Coppola. Tomemos un fragmento de las memorias del gran actor: “¿Existía una diferencia entre los asesinatos del hampa y la Operación Phoenix, el programa de asesinatos de la CIA en Vietnam? Como en el caso de la mafia, solamente se trataba de un asunto de negocios y no de algo personal. Es posible que la mafia haya asesinado a muchas personas, pero, mientras rodábamos la película, los representantes de la CIA comerciaban con drogas, torturaban a la gente para obtener información y la asesinaban con mucha mayor eficacia que el hampa. No veo una gran diferencia entre el asesinato de gángsteres como Joey Gallo y el de los hermanos Diem en Vietnam, salvo que nuestro país actuó con mayor hipocresía. Cuando Henry Cabot apareció en televisión para justificar la muerte de los hermanos Diem, se sabía que estaba mintiendo descaradamente, pero nadie lo contradijo, porque todos aceptábamos el mito de que los Estados Unidos eran un país grandioso que jamás haría nada inmoral. En muchos sentidos, la gente de la mafia vive de acuerdo con un código más estricto que el de los presidentes y otros políticos.

[Arocena, Carmen. La trilogía de “El padrino”. Barcelona: Paidós, 2002]

El padrino: una lección cinematográfica


"América hizo mi fortuna", dice un hombrecillo con bigote insignificante y de aspecto preocupado, y la cámara inicia un lentísimo travelling hacia atrás, hasta mostrar la espalda del hombre al que el hombrecillo cuenta sus penas: Don Corleone (Marlon Brando), el Padrino.

"Hice ‘El padrino’, porque estaba arruinado y lleno de deudas" dijo Coppola en unas declaraciones, años después de rodar el film y la tendencia a calificarla de película alimenticia tienta a muchos de los exégetas de la obra. Sería ocioso tratar de dilucidar los motivos que le llevaron a dirigirla, pero, a los ojos de cualquier espectador, está claro que los grandes temas recurrentes de la filmografía de Coppola estan presentes en "El padrino". Cuando Coppola se encontró con el proyecto no era todavía nadie en la industria como director de cine. Cuando los directivos de la Paramount pensaron en él buscaron alguien con oficio y con entroncamiento en la comunidad italiana, que pudiera limar las asperezas que se presentaran. El proyecto, al llegar a manos de Coppola, todavía era material virgen, sin reparto adjudicado. La madurez narrativa, el sentido de la elipsis, la mano maestra en la dirección de los actores, el poderoso sentido del encuadre que siempre recorta el adecuado fragmento de la acción de forma que produzca el impacto deseado, de que Coppola hace gala en el film, no son el producto de un mero oficio, el resultado de un encargo, sino la dedicación, el arte de un cineasta que sabe utilizar todos los recursos de los que dispone para narrar una historia que, en manos de otro director, nunca hubiera producido el impacto que causa la visión de la película y que permanece en sucesivas visiones.

El excepcional trabajo de Gordon Willis, el director de fotografía, no es sólo el fruto de su gran inspiración, sino el resultado de las largas sesiones con Coppola, buscando los matices que debía tener cada aparición del Don, creando esas tenebrosas y "falsas" luces que apenas iluminan su despacho, o "recreando" la deslumbrante luminosidad de Sicilia.

Fue Coppola el que insistió en que Brando interpretara al Don, y de que Al Pacino fuera el nuevo Don, ante la oposición reiterada de los directivos de la Paramount, que estuvieron a punto de retirarle el proyecto. Para Coppola, Brando era el único actor con aureola mítica necesaria para encarnar al Don. De la misma manera, el director, insistió en rodar en Sicilia las escenas que transcurrían en la isla. La contrapartida a estas peticiones fue que Coppola no percibió salario por el film, sino un porcentaje de los beneficios que diera el film una vez cubiertos los costes. El éxito arrollador de la película hizo la fortuna de Coppola y fue su consagración profesional; a partir de "El padrino", cualquier película suya ha sido, para bien o para mal, un acontecimiento.

No hay en la historia del cine un trabajo comparable por las ambiciosas dimensiones del empeño, su visión totalizadora y su vigor narrativo que la trilogía de "El padrino". Si estableciéramos un paralelismo con la literatura, tendríamos que pensar en autores de la vastedad, el talento y la significación de Balzac, Victor Hugo o Tolstoi, completos y complejos, cada uno de ellos toda una literatura en sí mismo. Coppola alumbró unas de las obras mayores del cine con este ciclo familiar que enhebra lo épico y lo cotidiano para trazar un significativo fresco de la historia de Estados Unidos en el siglo XX y, al tiempo, sumergirse en las tormentas de la condición humana, ese agitado mar de ambiciones, lealtades, pasiones y miserias.

La trilogía de "El padrino" es, efectivamente, una lección cinematográfica, de cómo se narra una historia, sus antecedentes y ramificaciones, con un dominio del ritmo narrativo prodigioso, y es también un precioso documento sobre las luces y sombras del ser humano, un trabajo más elocuente al respecto que toda una enciclopedia de sociología y antropología. Hay que hacer punto y aparte para destacar el capítulo interpretativo, una de las grandes bazas de la trilogía. Marlon Brando, que luchó por hacerse con un papel que lo devolvió al primer plano del prestigio actoral, cinceló un don Vito que permanece como paradigma; Al Pacino dio lo mejor de sí como el joven Michael Corleone que evoluciona de la pureza a la asunción de la siniestra condición de su personaje, y que culmina con un sobrecogedor ejercicio de expiación, y Robert De Niro encontró en su joven Vito Corleone el definitivo trampolín que le permitió desarrollar su talento. Sumando todos estos elementos, se comprende que "El padrino" permanezca como una de las obras maestras del cine, una trilogía imprescindible.

[http://www.loscorleone.com/criticas.php?id=1]

“El padrino”: simpatía por el mal


Por Arístides O´farrill


“.... Y no estés triste. Antes que nada esto no es tan horrible. En Italia, en 30 años bajo los Borgia, tuvieron guerra, terror, asesinatos, mucha sangre derramada, pero produjeron a Leonardo Da Vinci, Michelangelo y el Renacimiento. En Suiza tienen hermandad y 500 años de democracia y paz, ¿pero que han producido? El reloj despertador”.

[Diálogo de Harry Lime (Orson Welles). En: "El tercer hombre" de Carol Reed]

Desde sus inicios, el cine ha sentido simpatía por el mal, por lo torcido. Esto se ha hecho evidente sobre todo en el género policial, en su vertiente de cine negro. Se ha expresado, además, en otros géneros atractivos como la aventura o el oeste, en los que se magnifican, de manera más o menos solapada, a forajidos, pistoleros, gángsteres o fuera de la ley.

Ya en el temprano 1930, Howard Hawks dirigió la biografía solapada de Al Capone, Caracortada (Scarface); transformó al notorio gángster en un freudiano Tony Montana,
Interpretado por Paul Muni. Fue tal la ambigüedad moral dada por Hawks al personaje que la censura optó por sugerir cortes y ponerle por subtítulo al filme: “La vergüenza de una nación”. Lo mismo ocurrió con el famoso forajido del oeste Jesse James, glamourizado por Nunnally Jonson (1936) en un filme homónimo. Sin embargo, pronto el Código Hays, ya activo en esa época, apretó las tuercas: la representación del mal en el cine se vio profundamente disminuida. Una de las cláusulas del citado código, era que el mal fuera presentado como algo pernicioso, y al final, recibiera su escarmiento. Pero nunca la censura ha sido un buen remedio, este código cayó en excesos y desmesuras; en su afán de limpiar la pantalla de toda aspereza, muchas veces propició un cine edulcorado, alejado de la realidad.

Igualmente este infausto código contribuyó, sin proponérselo, a que en los cambiantes 60 el cine norteamericano fuera a los extremos. Comenzaría así una progresiva identificación con el mal. Esa década, con toda la ola de cambios socio-políticos culturales, afectó considerablemente al cine, no sólo el norteamericano. En los años 70 tal corriente se acentuó. Cuando escribo estas líneas acabo de ver en el programa televisivo Sala Siglo XX un clásico de aquella época, “El golpe” (The Sting, 1973, George Roy Hill); un caper movie donde dos estafadores son presentados con los viriles y atractivos rostros de Paul Newman y Robert Redford; sus acciones de desfalco son glorificadas de forma irresponsable aun cuando el gran golpe final se le da a un corrupto banquero.

Es, por igual, la época la cual dentro de la música popular norteamericana surgen canciones que ensalzan lo demoníaco (Hotel California, 1973) o la que sugiere el titulo a este trabajo: Symphaty for the Devil, (1977, Rolling Stones, disco “Love your live”). Con disímiles propósitos e intereses, varios de los mejores realizadores del momento, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola o Bob Rafelson hasta clásicos en activo como Don Siegel y Sam Peckinpach, se acercan, coquetean o son seducidos por el mal

El súmmun de esta corriente fue el filme “El padrino” (The Godfather, 1972), dirigido por quien, de este grupo, ha sentido más fascinación por el mal: Coppola. “El padrino”, a simple vista, parece una cinta destinada a criticar a un sistema que por sus excesos de liberalismo económico permite a delincuentes y asesinos integrarse sin mayor problema en las estructuras económicas y políticas de la nación.

Pero este Padrino, el archifamoso don Vito Corleone, interpretado por Marlon Brando, resulta demasiado ambiguo moralmente; es un hombre con un gran sentido de la amistad, el honor, la familia y ello, unido a una serie de parlamentos memorables que Coppola y Mario Puzo ponen en boca de Corleone, hacen que el público se identifique con el personaje. Se olvida que se trata de un asesino, un extorsionador, un hombre para quien el chantaje y el dinero logran corromper y cimentar un emporio urbano cual César moderno. La película expresa, pues, una intensa fascinación por el mal y por la ambigüedad moral. Tal fue la buena recepción del filme que en la saga, en 1974, Coppola aflojó la mano y puso al sucesor e hijo de Corleone, Michael (Al Pacino) como un asesino despiadado que queda solo al final, y con el imperio de su padre casi destruido.

martes, 6 de noviembre de 2007

Viridiana o la piedad ingenua


Por Leopoldo Cervantes-Ortiz

Entre los grandes maestros del cine del siglo XX, Luis Buñuel (1900-1983) es la única
presencia hispánica. Ateo declarado —“gracias a Dios, todavía sigo siendo ateo”, dijo alguna vez— nunca renegó de sus raíces. “Soy cristiano por la cultura, si no por la fe”, escribió en “Mi último suspiro”, su autobiografía. Formado por los jesuitas, abandonó la fe en su juventud. Como detalle nada desdeñable, en varios momentos incluyó el sonido de los tambores de Semana Santa, una tradición ancestral de Calanda, su tierra natal. Ligado al surrealismo, comenzó su carrera cinematográfica con “Un perro andaluz” (1929), película realizada en Francia junto con su entonces amigo Salvador Dalí, y siguió con “La edad de oro” (1930). Dicha influencia (la del surrealismo), de la que nunca renegó formalmente, lo acompañó durante toda su filmografía.

Cronológicamente, sus 32 cintas pueden dividirse en tres periodos más o menos definidos: el estrictamente surrealista, sus películas mexicanas y el último, durante el cual dirigió casi exclusivamente en Francia, aunque también lo hizo en España. Fuera de las secuencias satíricas en sus dos primeras obras y de algunas referencias en otras más, fue en trabajos posteriores donde el tema religioso es tratado con una profundidad poco común.

Esto vale especialmente para cinco filmes: “Los olvidados” (1950), “Nazarín” (1958), “Viridiana” (1961), “Simón del desierto” (1964) y “La vía láctea” (1968). En esta ocasión, analizaremos el caso de “Viridiana”, una de sus películas más reconocidas por críticos de diversos países.

Con “Viridiana”, Buñuel regresó fugazmente a España. “Viridiana” es tal vez la más irreverente de las películas buñuelianas, aunque plantea un problema religioso de fondo. La protagonista es una joven novicia que, antes de profesar, visita a un tío viudo. Él se enamora perdidamente de su sobrina debido al extraordinario parecido con su esposa y trata de convencerla de que no se haga monja. Una noche, la droga e intenta poseerla, pero renuncia en el último momento. Al otro día, luego de confesarle sus intenciones, el tío se suicida. Viridiana tiene que regresar y hacerse cargo de la hacienda; siente cierta culpabilidad y pretende expiarla. Intenta, entonces, practicar la caridad con algunos mendigos, a quienes instala en la casa. Estos, aprovechando su ausencia un día que sale con su primo Jorge, llevan a cabo una fiesta desaforada, pero al verse sorprendidos tratan de violar a Viridiana, echándole a perder su proyecto caritativo, pues al final ella decide quedarse con su primo como su amante.

En esta película, podemos observar que aparece en escena alguien que intenta actualizar la fe y la caridad cristianas, pero termina topándose de frente y sin remedio con un mundo ante el cual la religión no es más que un espejismo inaplicable. Llama la atención que Buñuel negaba esta interpretación de la película, pues prefería relacionarla con el Quijote. Al respecto, dijo lo siguiente: “Don Quijote defiende a los presos que llevan a galeras y estos lo atacan. Viridiana protege a los mendigos y ellos también la atacan. Viridiana vuelve a la realidad, acepta el mundo como es. Un sueño de locura y finalmente el retorno a la razón. También Don Quijote volvía a cambiar y aceptaba ser solamente Alonso Quijano”. Pero no existe contradicción entre una perspectiva y otra, pues la idea básica es muy nítida: ser-cristiano-en-el-mundo es una empresa quijotesca, utópica, contraria a los cánones del mundo.

Viridiana fue objeto de las más violentas críticas, pues al ganar el premio a la mejor película en Cannes, recibió una amplia difusión aun cuando se prohibió en España debido, entre otras cosas, a la secuencia del festín de los mendigos, aparentemente una parodia de la última cena de Jesús con sus discípulos.

Quizá sea bueno terminar este breve ensayo con estas palabras de Buñuel, que muestran muy bien su actitud ante el misterio y la fe: “Hay gente muy inteligente que creen en Dios. ¿Por qué no, después de todo? Está en la naturaleza humana el buscar una esperanza. En cuanto a mí, no puedo dejar de ser como soy. No he recibido la Gracia que da la fe. Me interesa una vida con ambigüedades y contradicciones. El misterio es bello.” Más allá de los discursos y las salidas inteligentes, el cine de Buñuel queda como testimonio de una búsqueda espiritual y estética ejemplar, fiel al interés por las contradicciones y por exponer la doble moral de todo poder (político, religioso y militar) desde la trinchera artística.

Análisis de algunos personajes de “Viridiana”


La llegada de Jorge (hijo de don Jaime) es una siniestra jugada póstuma de don Jaime. Jorge es un personaje que representa una rigurosa inversión de las convicciones piadosas de Viridiana. Si Viridiana podía compartir con don Jaime su renuncia al mundo presente, nada de Viridiana es en principio compatible con Jorge. Buñuel dice de este personaje: “No es un inmoral. Es un hombre muy racional, con un sentido muy práctico y desdeñoso de las convenciones sociales. Es alguien que piensa en el progreso desde el punto de vista racional y burgués”. En suma, Jorge es anticlerical y ambicioso, alguien que trata a la compañía femenina a su antojo y cuyos objetivos en la vida están del lado del triunfo y el placer en lugar de la privación y el dolor. Es, por así decir, un hombre de su tiempo, descreído y gozador.

Viridiana vive su experiencia a través del prisma de la religión, don Jaime a través de su obsesión necrofílica y Jorge a través del comercio. La visita primera que el joven hace a la habitación de Viridiana es bien explícita: fuma un puro, echando bocanadas de humo al aire, se sienta en la cama de la novicia, interpelándola y mirándola fijamente a los ojos y ridiculizando los fetiches religiosos y el ascetismo en el que la muchacha ha decidido vivir. Ningún entendimiento puede existir entre ellos, salvo la voluntad del difunto de hacerles compartir su herencia.

Una secuencia muestra de modo ejemplar la oposición entre sus caracteres y sus proyectos vitales: el montaje paralelo enfrenta la productivización acelerada de la tierra por medio de las máquinas a la oración del Ángelus por Viridiana y sus mendigos.

Entre los mendigos, el Cojo es un personaje muy especial en la película. Tempranamente, lo vemos pintando a su bienhechora como si de la mismísima Virgen se tratara, pero, en seguida, cuando se encuentra en su ambiente, libre de la mirada vigilante de los de arriba, se convierte por así decir en la mano armada de los mendigos. Con gran facilidad echa mano de la navaja ante sus compañeros. Es en sentido estricto un delincuente, el único en realidad de todo el grupo que perpetra acciones deleznables con orgullo y convicción. La distinción es sumamente relevante. Los demás mendigos carecen de criterio moral, son irresponsables, incluso crueles o desagradecidos, pero ninguno de ellos comete fechorías delictivas graves. El Cojo, por el contrario, amenaza con su navaja al Leproso obligándole por la fuerza a abandonar la cocina durante la primera noche, no duda en aprovechar la ocasión propicia para desvalijar la casa y, cuando es descubierto por Jorge, lo amenaza con su cuchillo. Por si fuera poco, es él quien intenta perpetrar la abyecta violación de Viridiana. Nadie como él encarna el fracaso social de la caridad cristiana de Viridiana.

Mención aparte merece el Leproso. Personaje de una insólita riqueza semántica e ideológica, sufre en sus propias carnes la insolidaridad del resto de los mendigos, su crueldad y desprecio. En este sentido, es un antimodelo del Cojo. No es, en absoluto, un delincuente por psicología, sino más bien un amoral auténtico. Representa el ejemplo más indiscutible del realismo de Buñuel, pues no se trataba de un actor profesional. La historia de este personaje es harto curiosa; Buñuel diría al respecto:

“El que era mendigo real es el que hace el papel del Leproso. Este había sido figurante de teatro, pero actor, nunca. Para mí es el que está genial. Era malagueño, mendigaba realmente en Madrid y estaba alcoholizado. Durante el rodaje, era imposible tener comunicación con él, pero finalmente lo conseguí. Sus reacciones en las escenas son auténticas, se indignaba o se alegraba de verdad.
Era muy flaco. Cuando llegaba borracho causaba problemas. Había una escena en la que tendía el brazo para que le dieran un pan y otro mendigo le daba un golpe en la mano y decía: «¡No, que tienes lepra!». Él debía gritar, soltando el pan: «¡Mentira! ¡Eto no é lepra!». Bueno, pues, era imposible hacerle soltar el pan, se agarraba a él como un náufrago a una tabla. El primer día en el estudio se orinó tras bastidores sobre una caja de registros, provocó un cortocircuito y dejó el plató a oscuros. Los técnicos se enfurecieron: «¡Oiga, usted, hijo de puta!». Él no comprendía: «¿Yo q ué he hecho? ¿Dónde hay que meá aquí?». En la escena en que el Cojo va a violar a Viridiana y en la que el Leproso daba un golpe en la cabeza del Cojo, vino Silvia Pinal a decirme: «Luis, es imposible, este hombre apesta». Era verdad, el pobre hombre se había hecho caca en los pantalones: tenía diarrea y era verdad que apestaba”.

Este personaje desgraciado que es obligado a caminar arrastrando una lata para anunciar su proximidad a los demás, carece de cualquier sentimiento. Un comportamiento suyo bastaría para demostrarlo: lo que hace con una paloma. En primera instancia, el Leproso muestra un gesto cariñoso hacia la palomita que llega a ser su única compañera mientras recorre solitario la hacienda apedreado por sus insolidarios compañeros, a quienes repugna su enfermedad. Nada más emotivo que ver a este desgraciado y marginado desplazando su afectividad herida hacia la blanca palomita que acaricia con cariño en su regazo. Ahora bien, esta concesión a lo melodramático no es en Buñuel más que la preparación del más rotundo desengaño. Así, poco más adelante, en pleno fragor de la fiesta y el desorden, veremos al Leproso activar el disco de Haendel y a su son salir del dormitorio de don Jaime vistiendo todos los fetiches del traje de novia y, en el momento de mayor entusiasmo, lanzar a los aires las plumas de la palomita que lleva guardadas bajo su chaqueta. De tan cruda manera se resuelve su amor por el tierno animalito y así también nuestra compasión por este marginado entre los marginados.

[Tomado de: Sánchez-Biosca, Vicente. “Luis Buñuel: Viridiana”. Barcelona: Paidós, 1999.]

Viridiana: crítica a la caridad cristiana


Por Guillermo Ravaschino

“Viridiana” es la mirada más feroz y genial que se haya permitido el cine sobre la institución de la beneficencia, y a esa condición está atada buena parte de los rasgos que la convierten en una obra maestra cabal. Pero esta película va más allá de la caridad cristiana. Otras instituciones, tanto o más hipócritas, comparten el privilegio, si se lo puede llamar así, de atraer la atención del hombre de Calanda. Rodada en España como respuesta a un tramposo convite de Francisco Franco (resignado a repatriar a Buñuel –que arrastraba 25 años de exilio en México– para beneficiarse con su fama), Viridiana fue cualquier cosa menos lo que esperaba el dictador. Al día siguiente de alzarse con la Palma de Oro en Cannes, fue prohibida en todos los cines de España. Tiempo después, en Milán, la obra de Buñuel provocó un escándalo similar al que treinta años antes había desatado “La edad de oro”, su segunda película, y el realizador fue amenazado con la cárcel si pisaba Italia.

El motor del film es la firme decisión de la novicia “Viridiana” (la mexicana Silvia Pinal) de cambiar las rutinas del convento por una práctica más activa de la virtud cristiana. Viridiana visita a la casa de su tío. Mañoso, amargo, temperamental, don Jaime es la mejor de las muchas versiones de viejo aristocrático que Fernando Rey compuso para Buñuel. La atracción que le despierta esta mujer envuelta en hábitos es un extraordinario desencadenante trágico. Don Jaime volverá a sentirse joven, impecable, arrasador, aunque se lo verá más solo y decrépito que nunca, como si el deseo le hubiera edificado un magnífico espejismo para su consumo personal.

Él, que caminó su larga vida bajo el signo de convenciones acartonadas, quebrará en una sola noche las reglas más elementales de cualquier moral. No revelaré detalles del escandaloso hecho. Pero la "violación", en un sentido amplio, es doble, y lo hiere más a él que a Viridiana. Las babas del tío, la insuperable ingenuidad de la sobrina, sus irresistibles pechos (y esas piernas que no puede ver el anciano pero sí el espectador) ponen a este tramo de la historia al servicio de una de las habilidades esenciales de Buñuel: la de combinar el patetismo con los trazos de comedia de tal modo que se potencien ambos.

Lo que más le duele a Viridiana son las culpas. No ve mancillado su cuerpo, sino su espíritu. El mal paso del anciano habrá de confirmar así, definitivamente, su decisión de ser para los otros. Viridiana, de aquí en más, procurará transformar al "escenario del crimen" en el ámbito de su realización. Convertirá a esa casa en un asilo que es en parte franciscano, ya que acoge a todos los mendigos, indigentes y locos de la comarca... y al mismo tiempo un lugar sórdido, cuya suerte está sellada por las demandas múltiples, fatalmente desbordantes, que supone semejante fauna humana para las buenas intenciones de la protagonista. Los harapientos constituyen un coro variopinto: los hay petisos, feos, sucios, desgarbados, malhablados, increíblemente incultos. Estos vagabundos no podrían ser más naturales. Buñuel era marxista (o casi) pero no idiota. Siempre supo que la defensa de los pobres puede pasar por cualquier lado menos por la compasión.

Los mendigos serán alternativamente víctimas y victimarios –jamás beneficiarios– de la disposición de Viridiana. El desencuentro alcanza singulares picos (como la famosa "última cena") en los que los intereses de los unos y los otros chocan, independientemente de las voluntades de las partes. Jorge, el primo apuesto, frío, inteligente, que se burla de la ridícula empresa de Viridiana. Pero este personaje representa más de lo que es. Porta el cinismo de los nuevos tiempos, el glamour hollywoodense (llamado a deslumbrar a la muchacha, provinciana al fin) y la lógica cruda, pero contante y sonante, de las transacciones comerciales. Su sola presencia magnificará la estrepitosa frustración de Viridiana y la hará trastabillar, asomándola a las fauces de un destino aun más trágico e irreversible.

Párrafo aparte merece Silvia Pinal. Si bien se mira, se la verá asombrosamente parecida a otra platinada histórica: la que compuso Kim Novak en “Vértigo”. En apariencia muy diversos, los papeles son idénticos en determinado punto. Una trampa armada y desarmada por los hombres, ajena a su naturaleza, las convierte en marionetas a ambas por un largo rato. El antológico final de Viridiana vuelve a dar cuenta del arte sublime del aragonés: para burlar a los censores españoles cambió cierta escena de sexo que tenía prevista por una partida de tute que vale por un trío sexual.

[http://www.cineismo.com/criticas/viridiana.htm]

martes, 23 de octubre de 2007

Vértigo: obra maestra de Hitchcock


Vértigo se rodó entre septiembre y diciembre de 1957 en los estudios Paramount y los exteriores en San Francisco. Basada en la novela D’entre les morts (De entre los muertos) de Pierre Boileau y Thomas Narcejac, el guión fue adaptado por el escritor Alec Coppel, y reescrito posteriormente por Samuel Taylor, un autor teatral de la época. No obstante, el detalle de trasladar la acción de Francia (donde transcurre la novela) hasta San Francisco fue idea del propio Hitchcock. El film debía ser protagonizado por Vera Miles (Psicosis), pero al quedar ésta embarazada, y al no poder contar con Grace Kelly, que hacía poco que se había convertido en Princesa de Mónaco, se optó por contratar a Kim Novak. Su partenaire masculino sería uno de los actores predilectos del cineasta: James Stewart.

La trama del film es la siguiente: John “Scottie” Ferguson (Stewart) es un detective de la policía de San Francisco, que decide dejar el cuerpo tras un accidente en el que muere un compañero suyo por salvarle la vida en el tejado de un edificio. Tras este suceso, Scottie descubre que padece vértigo, es decir, miedo a las alturas. Poco más tarde un antiguo amigo, Gavin Elster (Tom Helmore), le llama para que vigile a su esposa Madeleine (Novak), quien parece estar poseída por el espíritu de su bisabuela, Carlota Valdés, muerta exactamente cien años antes. La sigue a sitios tan dispares como una floristería, un museo, un hotel, un cementerio, y hasta la bahía de San Francisco, donde junto al Golden Gate Bridge está a punto de suicidarse. A raíz de esto traban una profunda amistad que poco después se convertirá en una irrefrenable pasión.

James Stewart es un pasional detective que no se resigna a perder a su amada. Hitchcock nos muestra con una maestría sublime como el detective se va enamorando de la mujer a la que debe seguir. En su primera aparición, Madeleine ya se nos presenta como si fuera una autentica diosa, debido a la perfecta iluminación, y a los cuidados movimientos que realiza en una escena donde Stewart realiza un trabajo impecable entre fascinado y asustado. Una fascinación que veremos crecer en los episodios de la floristería, el museo y sobre todo el cementerio, pero que veremos en su mayor auge en casa de él una vez la ha salvado de su intento de suicidio. Hitchcock nos muestra a un impaciente Scottie, sentado en el sofá de su casa, y va haciendo un recorrido con la cámara por toda la habitación llegando a la cocina, donde vemos colgada la ropa mojada de Madeleine, y sigue desplazándose hasta llegar a la puerta del dormitorio, donde esta la chica. Entramos y la encontramos desnuda en la cama. Con tan poca cosa, Hitchcock nos lo ha dicho todo.

Sin duda la escena más hermosa de la película es cuando Scottie ha recreado a su adorada Madeleine. Acompañada perfectamente por la música de Herrmann, la escena nos muestra a Scottie anonadado ante la aparición por el umbral de la puerta de la perfecta Madeleine. Después, se produce un apasionado beso visualizado en un soberbio giro de 360 grados (para el que los actores fueron colocados sobre una plataforma giratoria consiguiendo así el deseado efecto de que parezca que son las paredes las que se mueven).

Hitchcock deja abierto el final de la película para que cada uno piense que va a ser de Scottie. Lo importante ya esta mostrado: el carácter efímero de la ilusión y la fugaz posesión de la felicidad.


[Tomado de: http://usuarios.iponet.es/dardo/revista/vertigo.html]

Vértigo: amor inmortal


Por Alejandro Díaz



En uno de sus (muy recomendables y asequibles) ensayos sobre el amor, señala Schopenhauer la dificultad de mantener el interés de una pieza dramática sin incluir dicha pasión en su argumento. En el caso de Vértigo, Alfred Hitchcock parece llevar dicha afirmación hasta sus últimas consecuencias. Aunque resulte temerario afrontar un comentario necesariamente breve sobre un film tan rico y fascinante (uno de los mejores de todos los tiempos, una obra maestra imperecedera), sí da tiempo constatar que la estructura narrativa de esta película tiene como objetivo servir a la historia de atracción de Scottie (asombroso James Stewart) por Madeleine (impresionante Kim Novak), por encima de una trama criminal de la que Hitchcock se sirve para plantear el complejo concepto de amor que le interesa mostrar.

Un amor que se despierta en el detective a medida de que va sugestionándose con la historia de Madeleine y sus antepasados, la cual otorga a la mujer una personalidad misteriosa, sensual y problemática. Su hechizo continúa aún después de su desaparición, y arrastra a Scottie a un desesperado proceso de reconstrucción del ser amado, en el que visita los lugares y objetos "impregnados" por sentimientos del pasado, hasta culminar con la milagrosa "resurrección" aparente de aquella mujer, que se revela inútil, pues la imagen romántica que Scottie se había hecho de ella resulta irrecuperable.

Así es como Hitchcock introduce la idea de que una historia de amor profundo implica cierto grado de simulación, de juego peligroso, de mentira, de insinceridad, que propulsa la fascinación por un personaje que carece de entidad "objetiva", por una idealización particular que incluye unos elementos periféricos indispensables (el peinado y color capilar, el traje gris, el ramo de flores, el coche verde, las tendencias suicidas y una especie de reencarnación espiritual). Este axioma parece ser comprendido mejor por Judy que por el propio Scottie, que busca con ahínco la "verdad".

El director, con el apoyo de Bernard Herrmann, el operador Robert Burks (en buena parte responsable de esa admirable atmósfera onírica) y el resto del equipo, haciendo gala de un insultante dominio del lenguaje cinematográfico consigue, como casi nunca en la historia de este arte, o del arte en general, enfrentar al hombre a solas con su deseo, al margen de los amigos, de la familia y del mundo, embarcado en una persecución de imágenes en forma de aventura erótica personal que cobrará irremediables tintes trágicos.

[Tomado de: http://www.miradas.net/2007/n65/estudio/vertigo.html]

Vértigo o el itinerario del deseo


"No existe un ser capaz de amar a otro tal como es. Lo que es real no puede ser deseado, pues es real. El amor extremo es el sentimiento de la imposibilidad de la existencia del ser amado. Es el elemento desconocido el que da valor de infinito a cualquier objeto de que se trate, viviente o no". (Paul Valery)

En Vértigo, podemos apreciar una historia que narra, en nítida metáfora, el itinerario del deseo inconsciente y la imposibilidad de su satisfacción, tal y como lo ha analizado la teoría psicoanalítica. Según esta, como es sabido, durante la formación del inconsciente en el niño y tras la pérdida de la figura materna en el conflicto edípico —prohibición del incesto encarnada por el padre—, el sujeto del inconsciente buscará sin cesar ese objeto primordial perdido (la madre), reemplazándolo por objetos sustitutivos. La elección de la persona amada (en el film, Madeleine) depende menos de esta misma que del fantasma que Scottie posa sobre ella, imagen-pedestal “fabricada” a partir de imágenes psíquicas vinculadas con aquella primera figura. Son tan excesivas las expectativas puestas, entonces, sobre la persona amada, a la vez que imposible la consumación del deseo, estructurado sobre esa falta o vacío originario, que la desilusión y el dolor es siempre el resultado final del trayecto. Vértigo narrará dicho itinerario con inusitada lucidez.

Narrada desde los ojos de un personaje suspendido, limitado, incompleto y vacío, melancólico, incapaz de cerrar la herida provocada por la perdida del objeto materno (el primer objeto perdido), Vértigo se erige en melodrama, en lúcido discurso sobre el itinerario del deseo, siempre condenado al fracaso. De hecho, parecen darse incluso, en dicho itinerario, las condiciones de un tipo especial de elección de objeto por parte del hombre que Freud analiza en un conocido ensayo (“Aportaciones a la psicología de la vida erótica”). Dichas condiciones son las siguientes: en primer lugar, el “perjuicio del tercero” (el sujeto elegirá “invariablemente” alguna mujer sobre la cual pueda ya hacer valer algún derecho de propiedad otro hombre) y, en segundo lugar, “su tendencia a salvar a la mujer elegida” (absoluta convicción de ser necesario a su amada, que sin él perdería todo apoyo moral y descendería rápidamente a un nivel lamentable). Estos shocks pasionales suelen repetirse en la vida de este tipo de hombre, siendo cada uno una réplica del otro y ello está, en última instancia, en relación con el escenario primitivo del deseo edípico hacia la madre. Finalmente, el fracaso es siempre el resultado del trayecto, porque el objeto elegido nunca puede poseer las cualidades irreductiblemente únicas del original.

Comprendemos, entonces, cómo el vértigo del título está también (además de en la angustia amorosa del protagonista masculino) en el corazón de la heroína. Se nos obliga a participar de su tragedia, de su incapacidad para ser deseada por sí misma, de su imposibilidad de ser más que cuerpo donde se proyecta un fantasma, un deseo. Incluso, al final, la heroína se convierte en escoria sobrante que habrá de ser expulsada del cuadro, dejando al protagonista ante la nada, ante la absoluta falta de objeto que caracteriza al sujeto inconsciente.

[Castro de Paz, José Luis. Estudio crítico de Vértigo (De entre los muertos). Barcelona: Paidós, 1999]